Page 8 - Literatura Peruana Primaria
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                  Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros, labios de marido besaron
                  siempre labios de esposa; y el amor, fuente inagotable de odios y maldecires, era, entre ellos,

                  tan normal y apacible como el agua de sus pozos. De fuertes padres, nacían, sin comadronas
                  rozagantes  muchachos,  en  cuyos  miembros  la piel hacía gruesas  arrugas;  aires marinos
                  henchían sus pulmones y crecían sobre la arena caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que

                  aprendían a lanzarse al mar y a manejar los botes de piquete que, zozobrando en las olas, les
                  enseñaban a domeñar la marina furia.
                  Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta que el cura de Pisco
                  unía a las parejas, que formaban un nuevo nido, mientras las tortugas centenarias del hogar
                  paterno,  veían desenvolverse, impasibles,  las horas; filosóficas,  cansadas  y pesimistas,

                  mirando con llorosos ojos desde la playa, el mar, al cual no intentaban volver nunca; y
                  al crepúsculo de cada día, lloraban, lloraban, pero  hundido el sol, metían la
                  cabeza bajo la concha  poliédrica y dejaban pasar la vida  llena de

                  experiencias, sin fe, lamentándose siempre el perenne  mal, pero inactivas,
                  inmóviles, infecundas, y solas...


                  Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era
                  la de un hidalgo altivo, caballeroso y prudente.  Agallas

                  bermejas, delgada cresta de encendido  color,  ojos vivos y
                  redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo.
                  La cola hacía un arco de plumas tornasol, su cuerpo de color

                  carmelo  avanzaba en  el pecho  audaz y duro.  Las piernas
                  fuertes  que  estacas musulmanas y agudas defendían,
                  cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero
                  medioeval.



                  Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia.
                  Había aceptado una apuesta para la jugada de gallos de San
                  Andrés, el 28 de Julio. No había podido evitarlo.

                  Le habían dicho que el "Carmelo",  cuyo  prestigio era  mayor
                  que el del alcalde, no era un gallo de raza. Molestóse mi padre.
                  Cambiáronse frases y apuestas; y aceptó. Dentro de un mes
                  toparía el "Carmelo" con el "Ajiseco" de otro  aficionado,
                  famoso gallo vencedor, como el nuestro,  en muchas lides

                  singulares. Nosotros recibimos la noticia con profundo dolor. El
                  "Carmelo" iría a un combate y a luchar a muerte,  cuerpo  a
                  cuerpo, con un gallo más fuerte y más joven. Hacía ya tres años

                  que estaba en casa, había él envejecido mientras crecíamos
                  nosotros ¿por qué aquella crueldad de hacerlo pelear?...


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